27 abril, 2024
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Alejandra Jalof: “Relatar una vida no tiene nada de interesante, son las palabras las que cuentan”

“Fotosíntesis” (Paradiso) toma su nombre del último cuento que integra el libro pero uno de los primeros que apareció cuando esta novela todavía no tenía la forma que imponen los textos.

Relatos breves, novela fragmentaria o narrativa autobiográfica que se reconoce más en la libertad de la escritura que en la precisión de realidad, “Fotosíntesis” es el primer libro de cuentos de la psicoanalista Alejandra Jalof, que reúne más de treinta textos íntimos y filosos narrados por una mujer que mira hacia atrás para comprender su vida y construye una singular relación con el pasado que le permite revisar las marcas del tiempo: la hondura de una familia muy poco convencional, la muerte prematura de su papá y la presencia de dos mujeres enérgicas, su mamá y su abuela.

“Fotosíntesis” (Paradiso) toma su nombre del último cuento que integra el libro pero uno de los primeros que apareció cuando esta novela todavía no tenía la forma que imponen los textos cuando se presentan autónomos. En ese relato una mujer recorre las fotografías de un álbum familiar: están sus padres, está ella de niña trepada a un pared con su abuela sosteniéndole el tobillo, hay un tío y una iglesia, hay juventud en una celebración del día de la primavera y hay calidez entre madre e hija. “En la foto siguiente apoyo la mejilla en la de mamá que tiene un peinado alto, recogido sobre la nuca, las dos ensayamos una sonrisa que se desdibujaría para siempre”, escribe la narradora.

Esa sucesión de imágenes del pasado -el modo en que una foto se relaciona con un tiempo, una escena y un antes o después de ese instante- ilustra el tono de este libro y la experiencia literaria que se erige como fuente de relación con el pasado, así como la fuente que es la fotosíntesis para las plantas cuando convierte sustancias inorgánicas en orgánicas: “Intento describir escenas enfocadas con un gran angular, lo que le da cierta deformidad a personajes y situaciones. Me atrae la afinidad con la fotografía, el instante donde todo se detiene”.

En estos relatos, que pueden ser tan breves como de página y media, hay una voz reconocible y no exenta de relieves porque la mujer que narra a veces está triste (la sonrisa que se le desdibuja en el relato es cuando se entera de la muerte de su padre siendo ella muy chica) y otras veces está filosa de humor, atenta a no caer en la “planicie” de las palabras y alimentada por esa lógica que le impone su familia distinta: responder con preguntas. “La que narra es una mujer adulta, intervenida por la voz de la niña que sostiene la cámara fotográfica y enfoca la escena. Es una lengua bífida”, dice a Télam Alejandra Jalof, psicoanalista y escritora.

Y si bien “el libro tiene mucho de biográfico, esa niña es una síntesis, un compendio de lo que significa el extrañamiento de la infancia frente al mundo de los adultos, la soledad ante las pérdidas y desgarros, pero a la vez, su capacidad de arreglárselas con eso a partir de algo propio”, cuenta la psicoanalista sobre este personaje que expone las tensiones de lo que se instituye y pierde su capacidad crítica en proceso de “de aprendizaje de corrección política”, como en un cuento donde la niña intenta comprender por qué se llama negra a la virgen y no mestiza: “A la vez denuncia la inconsistencia de la madre, en sus vestigios racistas. No se engaña, no es un mero efecto de los acontecimientos, ella da su respuesta singular, como todo sujeto hablante. Esto es universal. Muchas de esas niñas han pasado por mi consultorio, las he acompañado en ese proceso. En mi propio análisis he hecho ese recorrido”, explica Jalof.

El libro “comenzó siendo un conglomerado de relatos autónomos. A medida que seguía escribiendo aparecían algunos personajes. En el cuento ‘Fotosíntesis’, estaba la respuesta encriptada. La ‘síntesis’ vital, el álbum de fotos, recorría una línea temporal aunque salteada. Al final fue el libro el que se impuso a mi voluntad y exigió ser leído a partir de una secuencia cronológica, la sucesión de acontecimientos que marcaban los pasajes, transiciones, y rupturas en la vida de la niña. Decidí rendirme a esa condición. Debía hacerme cargo de que escribir también supone dejar que el texto siga su propio derrotero. Esa fue la verdadera autonomía, permitir que lo escrito se independizara de mí. No obstante pude negociar con el texto que la unidad del libro fuera fragmentaria”.

-Télam: ¿Cómo fue trabajar estos relatos, algunos muy breves? -Alejandra Jalof: El género de la novela me excede como escritora y también como lectora. De acometer una novela balizaría mi camino con las indicaciones de Macedonio Fernandez, maestro de mi maestro y amigo, Germán García. Yo no tengo la capacidad de contar largas historias de una vida. Ni siquiera de la mía. Coincido con Borges, hay que intentar ser breve para contar lo mismo. No es que lo haya logrado pero es lo que intento, poner el foco en los instantes emblemáticos de una vida, en acontecimientos particulares. Para mí conlleva un desafío, un vértigo sin el cual no puedo escribir, me acosa el tedio. El cuento es una cornisa sobre la que tenés que mantener el equilibrio para no caerte, para que el cuento no caiga.  Al final me convencieron de llamarlo “novela fragmentaria”.  La escritura no se me da de un modo natural, fácil. Es más bien una batalla contra mi tendencia a no escribir. Vencida esa resistencia sigo sin pausa. Por último, me cuesta mucho ponerle coto a la tiranía de la reescritura y corrección infinitas. Las versiones de estos cuentos son inimaginables. En ese sentido María Moreno me ha ayudado a “parir” este libro. No fue un parto natural sino inducido.

-T: ¿Es la puesta en palabra, una exploración por intentar dar sentidos a las marcas y las formas en las que se organiza una vida, a releer el pasado y la relación que se tiene con él? -A.L: El pasado tiene una relación estrecha con la mentira, es decir con aquello que se recuerda. La claridad vívida de un recuerdo no está exenta de interpretación, en ese sentido la memoria es transformadora. De allí es que la niña elabora su propia interpretación frente a los dichos de la madre. No se aliena a ellos, al revés, toma distancia y hace sus interpretaciones, a veces delirantes. La perplejidad es su defensa frente a las significaciones vacías, obsesivamente sintácticas de la madre. Frente a la nostalgia de esas mujeres que no han tenido en verdad nada de lo que tanto añoran, la niña desconfía. Ella construye la propia con sus elementos. En “La remera del Che”, a partir de fragmentos, construye su propio mito del padre muerto. A su vez, la mujer que narra recuerda, es decir construye la niña que cree haber sido, sin percatarse de que la lengua materna la ha calado tan profundamente.

La escritura no se me da de un modo natural, fácil. Es más bien una batalla contra mi tendencia a no escribir. Vencida esa resistencia sigo sin pausa. Por último, me cuesta mucho ponerle coto a la tiranía de la reescritura y corrección infinitas. Las versiones de estos cuentos son inimaginables. En ese sentido María Moreno me ha ayudado a “parir” este libro. No fue un parto natural sino inducido.

Alejandra Jalof

-T: Sos psicoanalista, este es tu primer libro de cuentos y estás trabajando una novela ¿cómo fue ese pasaje o en todo caso ese encuentro? ¿Funcionó este texto como una aproximación al consultorio? -A.J: Creo en la capacidad transformadora del análisis. La resignificación del pasado hace que el tono trágico de los comienzos, poco a poco devenga absurdo. Los pacientes cargan con extensos relatos que traen al comenzar un  análisis. Se presentan con aquello a lo que Freud llamaba la “novela familiar del neurótico”. Por lo general con eso explican y justifican  mucho de sus padecimientos. Esa historia está hecha de  palabras coaguladas, el sujeto es lo que fue y será por una suerte de destino funesto. El ejemplo de esto es el mito de Edipo. 

La escritura corre también ese riesgo, el de la utilización de construcciones que se repiten porque están pegoteadas en la lengua. Desarticular ese sentido automático es un punto en común que tiene la escritura con el psicoanálisis. Escribir que fulano “es un depresivo” dice poco y mal. De igual modo alguien que se presenta al análisis diciendo “Soy un depresivo” no dice nada de sí sino de una etiqueta adherida a su ser. Creo en la eficacia del humor para horadar las significaciones vacías en ambos campos. Piglia decía que las personas que se analizan son “sujetos trágicos” que creen que sus vidas son algo muy interesante para contar. Hay algo de razón en eso. Tratamos de que las personas dejen de creer en eso, quitarle al relato ese “pathos” esa pasión religiosa. Al cambiar el tono, la historia cambia. Los cuentos de “Fotosíntesis” han pasado por un proceso similar, he intentado desparasitarlos del sentido común y del melodrama. Fue un trabajo arduo. Tanto en la escritura como en los análisis la lengua debe ser filosa. Contamos con la “cirugía” de la lengua para modificar el pasado. Salimos de la tragedia griega, acotamos las historias. No somos más héroes. La función del recuerdo es que pueda ser intervenido, de ser posible con pinceladas de tragicomedia. Para eso es fundamental abandonar el ideal feroz de la felicidad, esa estafa tan difundida. Se trata de estar más contento a pesar del sinsentido de la vida. El humor es la mejor herramienta para eso.

-T: Y en ese trabajo con lo biográfico ¿identificaste un límite o te interesaba indagar en las tensiones de lo artificial? -A.J: Para mí escribir es un artificio. No escribo pensando que esas cosas me pasaron a mí aunque en muchos casos haya sido así. Necesito exorcizar al texto del realismo. Del mismo modo funcionan las  cosas de la vida de otros en mis cuentos, puedo recurrir a un ejercicio de expropiación de hechos y datos de otros que a partir de entonces me pertenecen. Una vez un paciente me confesó que el sueño que me había contado lo había inventado. Bueno, ese sueño no le era menos propio. Trato de combatir lo natural. Me parece que relatar una vida no tiene nada de interesante, son las palabras las que cuentan, esas pócimas mágicas que lo desnaturalizan todo. Estoy de acuerdo con Baudelaire en que lo natural no tiene ningún valor para la belleza, la belleza requiere del artificio. El arte no tiene que ver con lo natural. El arte conmociona, puede repeler,  horrorizar y seguir siendo bello.

Creo que fundamentalmente escribimos a partir de lo que no hay, de la palabra que no encontramos, que quizá ni siquiera exista pero que a pesar de ello, cómo dice Duras, nos acecha a la vuelta de la esquina. Esto lo verifico día a día en la práctica analítica que tiene su litoral con la poesía. Hablamos, y cernimos cada vez más  lo indecible. Hay una elección sobre qué se hace con eso. En la escritura, en lo que para mí significa escribir, ocurre algo semejante, la invención el estilo singular para presentar ese sin obturarlo, si no el texto no respira, muere de asfixia. Me preocupa más cómo se construye una frase que lo que dice. Nunca escribo de corrido, me detengo en cada término, y puntuación, reescribo el párrafo, hasta que me gusta, si no, no puedo seguir con la trama. Para mí las palabras no matan a las cosas,  las animan, les dan vida y si no se eligen con cuidado las mortifican. A la escritura no le hacen falta los abismos reales, los geográficos, una coma puede transmitir más vértigo.

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